Tacos
Fué cenando con Ilsa en Sidney donde me hizo descubrir que mi sueño de dar la vuelta al mundo no iba a ser posible. Al menos con Lufthansa. Todos los vuelos a oriente terminaban en Sidney para luego regresar por la misma ruta a Frankfurt. Si quería cruzar el Océano Pacífico hasta Los Angeles, debía hacerlo con otra compañía aérea. Me sentí contrariado, desolado e imbécil a la vez. Un viaje improvisado, sin una mínima planificación, unido a mi innata falta de de previsión, me había hecho pasar por alto un tema tan crucial y tan básico. Mi billete abierto tenía sus limitaciones y era totalmente incanjeable con otras compañías. Durante mi estancia en Australia busqué todo tipo de soluciones, incluso llegué a pensar en la disparatada idea de regresar a Europa para luego viajar por la ruta occidental hasta Los Ángeles.
Cinco días más tarde, aterrizé en el aeropuerto internacional de Los Angeles con un billete regular de Qantas pagado de mi bolsillo. Me lo planteé como un 'pequeño' problema logístico, de tan solo doce mil kilómetros. A partir de allí, seguiría mi itinerario previsto con la compañía alemana en su ruta de regreso a Europa.
Los Angeles no era precisamente una ciudad peatonal por lo tanto no creí que fuera el lugar ideal para que un tipo solitario se pasara tres días deambulando por ahí. Por esa razón, en cuanto tomamos tierra, alquilé un coche en el mismo aeropuerto y salí disparado de la ciudad en dirección a Arizona. Me apeteció conducir un típico carro americano por el ardiente desierto, el aire acondicionado a tope, sintonizar The Country Channel y parar de vez en cuando en los lunches atiborrados de camioneros. A todo eso, tengo que añadir que mi equipaje desde que salí de Europa era mínimo. Mis incombustibles jeans estaban ya acartonados y mi cabello y barba habían crecido notablemente. Supuse que mi aspecto no era de fiar y seguramente hubiera producido sospechas a cualquier sheriff intolerante, como en las películas, que se cruzara en mi camino. De ahí que en el primer motel que encontré cerca de San Bernardino, me aseé, me corté el pelo, recorté la barba y me compré unos flamantes Levi's.
La comida típica en el far west de los cowboys suele ser el T-bone a la parrilla con puré de frijoles o de patatas pero en general, predomina la influencia de la cocina mexicana.
Me harté de comer tacos, fajitas, nachos y tortillas. Uno de los motivos por los que verdadera comida mexicana resulta excelente es porque se prepara con productos frescos y se hace con tradición y cariño. En cambio, el llamado Tex Mex era una auténtica porquería. Una mala versión importada de la excelente comida que se hace en Mexico.
En Tucson visité a Jean Perry un amigo pintor especializado en pintar landscapes del desierto. Me invitó a cenar y dijo de llevarme a un buen sitio. Naturalmete fuímos a un restaurante mexicano. Comimos tacos, nos hinchamos de margaritas y fumamos. En esa época yo era fumador. Jean y su mujer también fumaban. Mucha gente fumaba y nadie se metía con los fumadores.
Al día siguiente, continué mi viaje hasta cruzar la frontera de Mexico en Nogales, estado de Sonora. Ciudad que vive en un permanente estado caótico debido a su propio carácter fronterizo. Gente de paso, emigración, comercios baratos, contrabandos, bares, casinos y puticlubs.
Sin embargo comí muy a gusto. Jean Perry me había recomendado un restaurante auténtico y allí fuí. Me hice preparar el típico Huacabaqui de Sonora. Un cocido de carne fresca troceada, con elotes, ejotes, garbanzos, repollo y calabacitas. Para beber y sofocar el calor, agua de cebada y cerveza.
Pocos españoles debían cruzar por aquella frontera porque al regresar a Arizona me entretuvieron un buen rato. Luego me puse en ruta y ya no paré hasta que cayó la noche en Phoenix. Al día siguiente por la tarde volé en un 747 hacia Nueva York.