domingo, marzo 22, 2009

Estrellas en el plato


Una estrellita, muy bueno. Dos estrellitas, excelente. Tres estrellitas, excepcional. La guía Michelin clasifica de esta manera y desde hace más de cien años a la buena cocina.

Fué en 1900, mientras empezaba un nuevo siglo y el paisaje francés se iba cubriendo de aquellos ruidosos artilugios llamados automóviles, que al fabricante de neumáticos Monsieur André Michelin, se le ocurrió la idea de regalar a sus compradores, un pequeño librito donde además de la publicidad de sus neumáticos, contenía una interesante lista de mecánicos, planos de ciudades, médicos y curiosidades en ruta, muy útil para los intrépidos conductores de la época. Al cabo de 20 años, el prestigio de la guía era tan alto que se empezó a vender en librerías y fué entonces cuando por primera vez se le incorporó una relación de restaurantes y hoteles recomendados. Treinta años más tarde en 1930, la guía empezó a otorgar estrellas a la buena cocina regional y una vez consolidada en Francia, país de reconocida fama gastronómica internacional, la guía no tardó en extender su radio de acción a los restaurantes y hoteles del resto del mundo.
Unas míticas rondas de anónimos inspectores de incógnito, visitan a seleccionados restaurantes, prueban su cocina, juzgan su calidad, su servicio y a continuación dictan sentencia, concediendo o retirando los galardones al establecimiento según su criterio. Un subjetivo criterio que genera todo tipo de reacciones y controversias por parte de los sanctus sanctorum de la gastronomía y hostelería mundial.
Los inspectores de Michelin, que tienen dedicación full time, evalúan los restaurantes teniendo en cuenta tres criterios: la calidad de los productos, el savoir-faire del chef y la personalidad de la carta. Visitan más de una vez a cada establecimiento para comprobar que existe una cierta consistencia de criterios que determinan conceder una calificación.
Mientras unos chefs se niegan a sufrir el exámen de la guía por no aceptar que se ponga sistemáticamente en tela de juicio la calidad de un restaurante ya consagrado, otros en cambio, desean ser reconocidos y galardonados año tras año porque representa un reconocimiento de prestigio para su establecimiento y porqué no, una fuente de ingresos.
Al margen de toda sospecha y polémica, de todas las guías existentes, Michelin continúa siendo hoy por hoy, la más prestigiosa y la más consultada por la élite gastronómica a la hora de elegir un restaurante de calidad. A los humanos nos encanta tenerlo todo bien etiquetado, clasificado, puntuado, nominado y catalogado. Cuando al famoso gangster Frank Nitti le decían: -ese traje que llevas tiene mucha clase, Frank-, él respondía -lógico, me ha costado mil quinientos dólares-.
Si bien existen tres niveles de estrellas, al sentarnos a la mesa de un super recomendado y muy estrellado restaurante, no cabe duda que lo hacemos siempre sumidos en una fuerte dosis de autosugestión. De entrada sabemos con certeza que nuestra curiosidad nos va a costar un buen puñado de euros extra. Luego y para ir a tiro seguro, pedimos el menú degustación el cual indefectiblemente, suele estar elaborado más para sorprender que para deleitar.
Personalmente pienso que la función de inspector debe corresponder a nuestras propias papilas gustativas que trabajan siempre asociadas con el estado anímico. Hay experiencias maravillosas, inolvidables que no poseen estrellas y sin embargo por unos instantes, ya sea por el entorno, la compañía, o ese perfume primaveral, una comida nos ha hecho sentir la auténtica perfección gastronómica.
Anthony Bourdain en su libro 'El chef viajero: En busca de la comida perfecta', después de explorar todas las grandes cocinas del mundo, llega a la conclusión que la comida perfecta puede surgir de unos pescaditos recién fritos comidos con los dedos en el río Mekong y en la propia lancha del pescador, o de engullir con los ojos cerrados, una sola ostra de Gillardeau sentado en la playa de La Rochelle, o de un exquisito Tajine bereber de cordero, asado en el mismo desierto y porqué no, de una elegante cena en el restaurante Moulin de Mougins de la Côte d'Azur, acompañado de alguien de quien estás bien enamorado.
Y digo, ¿había inspectores esta mañana temprano, cuando refregué un rojo tomate mallorquín sobre una rebanada de pan crujiente, lo rocié con aceite de oliva y un pellizco de sal y me lo comí lentamente mientras asomaba el sol por encima de los peñascos de Formentor?
¿Cuántas estrellas le concedo a este instante: una, dos... o quizá tres?

martes, marzo 17, 2009

Bonito frito


Se dice gastronomía del fin del mundo, a aquella alejada cocina Patagónica elaborada con productos Magallánicos como centollas, jabalís, setas y meros gigantes. También llaman así a la cocina que se puede encontrar en los restaurante más septentrionales del planeta, en Groenlandia y con típicos menús árticos a base de ballena, huevas de bacalao, salmón ahumado, camarones y bagre. Luego, también llaman gastronomía del fin del mundo a la que podemos disfrutar desde hoy hasta el próximo 21 de diciembre de 2012 fecha dicen, en la que se acabará nuestro mundo.

Por eso mi plato de hoy resulta simple a la vez que saciante. Su tonta relación con el anunciado fin del planeta es sólo por aquello de que fué bonito mientras duró.
Luego, estamos en Marzo y esto para la zona del Maresme, significa época de guisantes. Los maravillosos y únicos guisantes que sólo esta pequeña zona del litoral catalán produce y razón de más, por la que este bonito de muerte, frito en superfície y casi casi crudo por dentro, viene acompañado de unos dulces guisantes de Llavaneres.
Han sido muchos durante siglos, los que profetizaron el fin de nuestro mundo y uno tras otro, todos erraron. Tampoco me consta que entre los extintos dinosaurios, algún listo dino les hubiera profetizado con antelación su trágico fin. Sea el que fuere, creo que ahora a los humanos y por gamberros, ya es hora que de que nos toque la china.
Siguiendo las alambicadas profecías de Nostradamus y de los Mayas, de momento y para ir haciendo boca, hemos visto caer imperios del sector automovilístico, inmobiliario, energético, alimentario, turístico y hemos visto colapsar a toda la cadena de funcionamiento del aparato financiero. No sólo la banca de inversión, sino los bancos centrales, los sistemas de regulación, los bancos comerciales, las cajas de ahorros, las compañías de seguros, las agencias de calificación de riesgos y hasta las auditorías contables. Si a todo esto le sumamos el descrédito político de todos los gobiernos tanto de izquierdas como de derechas, faltos de ideas y agarrotados ante el choque de la crisis, cada vez más se nos va poniendo a todos la cara de dinosaurio extinguido.
Hágase realidad aquello de a vivir, que son dos días. Aprovechemos para comer y comer bien.
Sustituyamos además el ya cansino café de después de las comidas por un buen ayahuasca.

martes, marzo 10, 2009

Tartare estilo japonés


Hoy lunes no es mi día de pescado. Una costumbre que me viene de antaño, cuando se decía que los lunes no eran indicados para comerlo porque su frescura había que buscarla al viernes anterior. Todo y así estoy comiendo en un japonés y por todo lo dicho un steak tartare a la japonesa, que viene servido con algas secas y coronado con un huevo de codorniz. Aunque voy solo, tampoco me gusta leer y comer al mismo tiempo, otra costumbre de antaño, pero todo y así hoy estoy comiendo y leyendo un artículo sobre una conocida y horrible historia que ha vuelto a caer en mis manos.
La de Issei Sagawa, joven estudiante japonés de literatura en La Sorbone de Paris y la de Renée Hartevelt, una holandesa también estudiante de la misma Facultad y que entre otras cosas, decía sentir una auténtica pasión por la comida japonesa, que en aquellos años, ya empezaba a ponerse de moda en Paris. Un cálido día de principios del verano en Junio de 1981, Renée fué invitada por su compañero de estudios Issei Sagawa a una íntima cena en su pequeño estudio parisino. De bajita estatura, Issei era un brillante estudiante que se había especializado en las obras de William Shakespeare y de Yasunari Kawabata. Ese día y antes de la cena, Renée aprendió a hacer nigiris y a enrollar los makis de sushi. Ese día y durante la cena estuvieron hablando de literatura y de sus autores favoritos. Ese día después de cenar, Issei pidió a Renée que le leyera en voz alta, uno de los los más hermosos poemas del expresionismo alemán: Abend* de Johannes Becher. Mientras Renée leía, Issei se levantó de la mesa sonriendo y se deslizó hacia la única habitación del pequeño apartamento. La cena y la vida de Renée terminaron en este instante.
Apenas una semana después Issei fué detenido por la policía francesa, mientras intentaba desembarazarse de unos restos pertenecientes al cuerpo la desafortunada Renée arrojándolos al lago de un parque de Bologne.
La policía también encontró restos de Renée cuidadosamente cortados en el frigorífico del apartamento del estudiante japonés. Issei Sagawa en aquellos días sucesivos, se la había estado comiendo poco a poco.
'Quise absorver su energía', declaró a la policía junto con toda sarta de macabros detalles sobre texturas y sabores. Fué encarcelado en Francia en la prisión de La Santé donde su padre, un rico industrial nipón que lo visitaba muy a menudo, le trajo un día Crímenes y Castigos de Dostoïevski. Pero el acto de canibalismo protagonizado por Issei y que convulsionó a Europa, nunca fué castigado. Siguiendo la opinión de tres expertos psiquiatras, el juez Bruguière declaró demente a Issei el 30 de marzo 1983 y por lo tanto imposibilitado para sufrir cualquier juicio. Se cerró el caso para la justicia y Issei Sagawa fué deportado al Japón.
Una vez allí y con toda legalidad, los psiquiatras lo encontraron "totalmente normal" por lo que fué rápidamente puesto en libertad, en particular gracias a las buenas relaciones de su familia.
Desde entonces Issei Sagawa ha vivido en Tokio con la categoría social de campeón del horror, un fenómeno digno del libro Guiness. Deslumbrado por esta inesperada gloria, Sagawa ha hecho todo tipo de declaraciones para la prensa, ha rodado películas pornográficas, ha sido reclamo plublicitario para restaurantes, ha pintado cuadros y está escribiendo libros con títulos muy evocadores.
He terminado mi lonely lunch de hoy no sin un cierto mal sabor de boca. Recuerdo que en su día esta historia me impactó muchísimo y hoy ha resucitado de nuevo en mi memoria a través de un artículo que acabo de leer en el periódico, sobre unas recientes declaraciones hechas por Issei Sagawa a un canal de televisión alemán: "El espíritu japonés es muy diferente del resto del mundo -decía Issai-. El japonés olvida mientras la sociedad cambia. Los europeos, por el contrario, nunca olvidan. Mientras en Japón, he llegado a ser un payaso, aquí en Europa, me he quedado en caníbal. Por una parte, dice otra vez, me arrepiento de haber matado a Renée, pero por otra, yo tuve mi razón: Fué tan bueno!".

(*)Aunque la palabra abend en alemán significa nocturno, se utiliza también para expresar 'abnomal end' o fin inesperado que utilizó IBM para definir un 'crash' informático.

lunes, marzo 02, 2009

Macarrones con sardinas


Da gusto cuando se devuelve a la mar un velero después de haberlo acicalado unos días en el varadero. Su obra viva recién pulida y pintada parece patinar suavemente sobre el agua y no me cabe duda de que el barco gana algún nudito en velocidad. Esto pensaba yo esta mañana cuando he salido a la mar para hacerme dos o tres bordos, gozar esta sensación de casco límpio y regresar a puerto para comer. Justo antes de zarpar tomé la decisión de dar por terminada mi salvaje dieta de régimen por lo que mi único kilo de peso rebajado iba a ser celebrado en el pequeño restaurante japonés del puerto. Así debiera haber ocurrido pero durante el trayecto me he sentido totalmente arrebatado por un radiante sol, una maravillosa mar y una persistente brisa casi primaveral del sudeste, ideal para seguir navegando medio adormilado, dejándome llevar mar adentro. La cuestión es que al cabo de unas horas, cuando mi cabreado estómago me empieza a incordiar, estoy a unas veinticinco millas de la costa. Si doy media vuelta ahora, no llegaré a tierra hasta el anochecer por lo que lo mejor será comer a bordo de lo que encuentre.

Justamente antes de entrar en dique seco, vacié la despensa y el frigorífico de todas aquellas provisiones que pudieran echarse a perder. Urgo por todos los rincones donde suelo guardar provisiones enlatadas y sólo encuentro unas latas de sardinas en aceite, otra lata de berberechos, un pote de mahonesa que caduca la semana que viene, medio paquete de café molido y una bolsa de macarrones.
Hiervo los macarrones al dente y al final les añado las sardinas bien escurridas del aceite. Salpico todo con unas gotas de vinagre, agregando dos buenas cucharadas soperas de salsa mahonesa, remuevo bien y adorno el conjunto con perejil deshidratado. 
No se si ha sido a causa de mi voraz apetito o de cualquier otro meteoro pero la verdad es que los improvisados macarrones con sardinas de lata me han sabido a gloria. De aperitivo, me he zampado la lata de berberechos. De beber, no hay problema: en el frigorífico nunca falta un buen vino blanco.
Era de noche cuando he regresado a puerto, la temperatura también había regresado a su invierno y un abrigado marinero me ha ayudado a amarrar.