martes, septiembre 22, 2009

Del 'natto' a la gastronomía molecular


Observando mi cuenco de natto, me maravillo de la transformación física que han sufrido estas fermentadas semillas de soja antes de llegar al paladar. Su textura y sabor son extraños, rozando el casi repugnate, pero es un milerario alimento japonés cargado de vitaminas, encimas y aminoácidos esenciales que proporcionan un montón de beneficios para la salud. En el cole aprendimos que una reacción química es una transformación de la materia que modifica su estructura y composición original para generar otra. Los cambios de estado, como fusión, fermentación, solidificación, evaporación, ebullición, etc. no son reacciones químicas, sino transformaciones puramente físicas.

Por lo que a cocina se refiere, son compuestos químicos básicos el agua, la sal, el vinagre, el azúcar, el alcohol, el aceite, la harina, etc. y cada uno de estos compuestos químicos está formado por moléculas que a su vez, contienen diferentes cantidades de átomos. Si además, disponemos de un fuego encendido y varios cacharros de cocina, ya tenemos nuestro laboratorio preparado para tratar de descubrir los mecanismos de las transformaciones culinarias que son esencialmente, de naturaleza química, física o biológica.
No soy un entusiasta en absoluto de la gastronomía molecular aunque admito que en el acto de freír un huevo en la sartén, inconscientemente ya estamos haciendo una compleja práctica de física y química.
Esta reciente disciplina estudia la transformación molecular culinaria, detectando los mecanismos que producen dichas transformaciones físicas y químicas durante la elaboración de los platos.
Dicen que la cocina molecular es la frontera más avanzada de la investigación gastronómica. Si no, que se lo digan al gurú de nuestro país, Ferrán Adriá en el restaurante El Bulli y al frente de un equipo de investigación culinaria de primera magnitud. Se trata en la práctica, de una cocina basada en el estudio de la materia del alimento, respetando su estructura molecular y descubriendo sus posibles transformaciones, exentas de aditivos y substancias químicas.
La cocción se produce a menudo sin llama y usando métodos alternativos. Adriá ha descubierto que el alcohol posee el poder de coagular las proteínas del huevo sin alterar su sabor, obteniendo un huevo sólido al igual que el cocido, pero manteniendo la suavidad y textura del crudo. Le he visto freír pescado con una mezcla de azúcares fundidos, en lugar de aceite, y he constatado que el nuevo liquido de fritura, acorta a la mitad el tiempo de cocción mientras que la densidad y viscosidad del azúcar, permiten mantener la humedad en el interior del pescado. Para que no sepa dulce, basta envolverlo en dos hojas de puerro. También se puede obtener un fino helado instantáneo utilizando nitrógeno líquido que está a menos 196º C y descubrir la agradable sensación que produce un helado que aún siendo frío, no congela los dientes, permitiendo degustar inalterable su sabor de principio a fin. Y qué decir del caviar de aceite de oliva que para obtener las diminutas bolitas doradas se utiliza agua con cloruro cálcico, alginato (un gelificante) y una máquina encapsuladora.
La aproximación científica de la cocina molecular abre un intrigante panorama creativo de recetas, mezclas y eclosiones varias.
De momento, prefiero mantenerme alejado de átomos y moléculas y me quedo del lado de las simples y probadas transformaciones físicas, como la fermentación de las semillas de soja de mi admirado cuenco de natto, o la fermentación del queso y como no, la del vino. Milenarios placeres descubiertos seguramente al azar, por nuestros antepasados.

Y no puedo terminar sin publicar las magistrales fórmulas de cocción de spaghetti realizadas por el físico ruso Andrei Varlamov que según dice se necesita agua, calor y su método de dimensionalidad:
t=ar2+b

Donde:
t= tiempo de cocción
a= tipo de pasta
r= radio del spaghetti
b= coeficiente del nivel de cocción (cocido o al dente)

La fórmula se sofistica cuando la pasta es 'bucatini' (como tortellini):
t=a(D-d)2/2+b

Donde:
D= diámetro externo
d= diámetro interno

¿Cómo será la fórmula para hacer una ensaladilla rusa?

martes, septiembre 15, 2009

Caldereta de gambas con desamor


Desde hace décadas, que canciones y películas, forman parte de una conspiración planetaria.
Versos y frases de cancioneros nos inculcan apasionantes amores y deseos. También millones de kilómetros de celuloide nos llueven encima desde la más temprana edad, infundiéndonos historias de amor imposibles con maravillosos y eternos happy end. Productos de felicidad propiciados por el poder a través de la industria cultural o del simple dirigismo a sabiendas de la proyección que de ellos hace la sentimentalidad popular. Una conspiración diseñada desde hace décadas utilizando la influencia que ejercen los medios de inculcación cultural y doctrinal mediante la canción, la novela y el filme de amor, todos ellos excelentes portadores de pautas de imaginación, de ideología y deseo para las masas.
Luego, sales del instituto o la universidad, -me decía mi compañera de mesa,- convencida que el amor te está esperando y te encuentras, después de innumerables intentos, que ni Humphrey Bogart, ni Clark Gable, ni Paul Newman, ni George Clooney ni siquiera Brad Pitt existen.

Todo eso ocurría mientras el chef Shojiro nos había ofrecido mi siempre sugerida caldereta, que substituye la costosa langosta, por unas sabrosas gambas de Palamós.
Boleros y películas de amores posibles e imposibles, sabedoras que, desde Platón, el amor es el lugar privilegiado de la pasión efímera y Platón creyó, como yo, que a través del cancionero popular han llegado las grandes ideas y los grandes mitos de nuestra cultura humana.
La fantástica caldereta de gambas se eclipsa frente la densa conversación de mi compañera sumida en su reciente y delirante desamor.
El segundo plato fué un tataki de atún acompañado de un puré de patatas con cabalacín y una cucharada de samfaina. Una mezcla genial del saber cocinar mediterráneo y nipón.
Y entre todo el devaneo amor-desamor, me solidarizo con mi comensal compartiendo con ella el planetario ardid de la conspiración. También sugiero, para concentrarme en los postres, de que es imposible que el amor sobreviva si te echas a dormir y se convierte en una mera rutina.

martes, septiembre 08, 2009

Sandwich de tartare


Hoy me apetece comer en casa. Desaturarme de cartas y menús y preparar un bárbaro capricho procedente de mi filosofía compulsiva y devoradora. Antes visito la carnicería de la esquina y me llevo 350 gramos de solomillo de ternera. Coloco la carne sobre una tabla de madera y procedo a cortarla, primero a dados, luego a daditos y a continuación la pico minuciosamente hasta convertirla en un triturado homogéneo. El steak tartare jamás debe hacerse con máquina de picar carne, pues destroza la fibra muscular. Hay que cortarlo a cuchillo, con finos cortes, aunque cueste más tiempo y paciencia. Pongo el picado en un cuenco y le añado la yema de un huevo, un chorrito de aceite de oliva, dos cucharadas de mostaza Dijón, otro chorrito de soja, un poco de salsa Perrins, pimienta abundante, sal y tres gotitas de Tabasco. Otra cosa: al tartare nunca hay que añadirle zumo de limón, por eso de que macera la carne cruda, porque el resultado es lamentable. Mezclo bien todo y al final, añado una copita de Calvados. Le doy forma cuadrada al conjunto y lo coloco entre dos rebanadas de pan de molde, recién tostado y en compañía de unos aros de cebolla cruda. El excelente bocadillo de tartare está listo para ser devorado en colaboración, eso sí, de un Vega Sicilia que aún conservaba celosamente desde Navidad. La satisfacción de sabor y textura me lleva a fantasear imaginariamente con el tartar recién hecho en forma de monólogo interiorizado. Todo un placer.

Ad bene placitum.
Placer turbado por la horrible tele de mediodía, con un delirante quiz de preguntas absurdas que por pereza a pillar el mando a distancia, me lo trago entero.
No me consta que por ahí se hagan sandwiches de steak tartar, por lo que hasta que se me demuestre lo contrario, lo consideraré mi invento.

martes, septiembre 01, 2009

Kokotxas y cogote de merluza


Dicen que todo bicho con simetría bilateral posee cabeza. Pero también hay cabeza de ajo, cabeza de chorlito, cabeza de turco, cabeza dura, cabeza rapada y bastantes cabezas huecas por ahí. Salvo algunas excepciones y a la hora de comer, solemos despreciar esta parte del cuerpo. Aunque algún animal como la gamba, el langostino o la cigala, lo rico es precisamente chupar a fondo su cabecita. Por lo general a los pescados se les suele decapitar en la cocina antes de traerlos a mesa, a excepción de la merluza y el bacalao, de donde se obtienen las exquisitas kokotxas.

Cocochas o kokotxas, plato típico del País Vasco, es el nombre en euskera de las barbillas de merluza o bacalao, protuberancias carnosas de la cabeza del pez en su parte inferior. Luego, limpiando bien la cabeza, eliminando boca y agallas, está el cogote.
Kokotxas al pil-pil de primer plato y cogote de merluza al horno de segundo, ha sido la testaruda sorpresa que ha preparado mi cocinero favorito Shojiro, para mi onanístico lonely lunche de hoy.
Teológica receta quién inventó el pil-pil, digna de un genio: sofreír unos ajos fileteados en aceite hasta dorarlos, dejar que se enfríen por unos instantes, añadir las kokotxas en compañía de unos aros de guindilla, removiendo todo a un fuego lento, a ritmo de vals, para ligar y obtener el futuro y mágico crecimiento del pil-pil.
Luego me he aplicado sobre el cogote sin restricciones psicológicas. Es una cocina factual. Con palillos y dedos. Siempre he mantenido que la merluza es más textura que sabor, pero en el caso del cogote es otra cosa. Sin lugar a dudas, la mejor y más sabrosa parte del animal.
Un menú exquisíto. Indigno de un martes uno de Septiembre.
-¿Un café?
-Un vaso de shochu frío, con agua.